Universidad de Málaga

Málaga 1963. Fiestas de Invierno. Plaza de toros de la Malagueta.

Málaga 1963. Fiestas de Invierno. Plaza de toros de la Malagueta.

Un cómico carismático y un ilustre anónimo, un vagabundo de alto postín y una belleza de postal, damas y señores de los de entonces y espontáneos malagueños con luz prodigiosa honraban el tendido con su silencio, con su porte serena, con su pose impertérrita. El respetable hacía más que nunca honor a su nombre. El pueblo hablaba y vestía de otro modo, consagrados a la vieja usanza. Por millares se contaban los ojos ávidos de memorables faenas. ¿Pañuelos blancos? ¿Dos orejas? ¿El rabo? La leyenda está servida. Aquella tarde tampoco se detuvo la comitiva, pero sí el obturador del tiempo, instante decisivo en la Malagueta, sal de plata y festejo, de sol y sombra, pase de pecho y media verónica, irrepetible bullicio… Imaginario colectivo atestado de botas de vino y celuloide. ¿Dónde está Orson Welles? ¿Dónde Ernest Hemingway? ¿Acaso era feliz al caer la noche Manolo Morán?

Los derribos de hoy deben de ser los palacios de ayer. Donde queda humo y silencio hubo quizás fuego y algarabía. Aún yo no era ni estaba ni parecía. Ni siquiera era una idea remota, una posibilidad, un vago deseo. Ni siquiera astilla de burladero, mota de albero en el lagrimal o rumor de furibundo oleaje contra las rocas. Mi memoria no alcanza más allá de mi nacimiento. Pero hay instantáneas que se tornan pasadizos a épocas mejores y fantaseo con fabulosos personajes que no conoceré jamás. Cada vez que me sumerjo en la sal de plata, corro el riesgo de asomarme a un pasado no vivido, donde lo desconocido es excitante e inspirador, pero a continuación sufro el azote de una novísima melancolía. Se tambalean mis adentros, se revuelven mis globos oculares como torcaces en la jaula y me sepulta la arena de un reloj megalítico, salsa agridulce de mis primeros pasos.

Vi la luz, por fin, años después a la colosal sombra de un hexadecágono neomudéjar, adormecido entre nanas de olas y olés, abrazado figuradamente por sirenas con tirabuzones de oro y miuras berrendos, entre capotes y toallas desflecadas, entre regios matadores y seres queridos. Arrojé a la bahía toneladas de uña y piel. Dejé en los bordillos gotas de sangre, una pizca de mí. Ahora soy feliz en tanto arrecia mi pasión por el séptimo arte y percuten la caja negra de mi pensamiento innumerables ficciones. Es tan alargada la sombra de ciertos hombres. Agnóstico pero devoto de San Luis García Berlanga, Pepe Isbert y Manolo Morán, tampoco se ha detenido todavía la comitiva que ha de librarme de la inopia y llevarme lejos. Mientras tanto el terral se obstina en batir con fuerza el coso y mi pelambre. 

 

Nacho Albert

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